martes, 23 de octubre de 2012

 
George Baselitz "Nude on a kitchen chair" 
1977-79 linocut on paper

Era una gran idea



Pensé que no había otra opción. Mi bolsillo no daba para otro proyecto como este. Habría que esperar. Más adelante, quizá. 
Una mañana me encontré dando vueltas en el cuarto. No podía quitarme la idea de la cabeza. Había que diseñar un cuarto que pudiera protegerme. Era necesario. Afuera todo era peligroso. La casa no bastaba. Era una casa vieja y obsoleta. Común y corriente. Ninguna persona en su sano juicio pensaría que la casa era segura. 
Así que diseñé yo misma los planos. Tenía que ser una habitación lo suficientemente grande como para que una persona, con los víveres suficientes pudiera sobrevivir un para de meses. Así que tendría que tener una buena alacena, espacio para una cama, un sillón, una mesa con una lámpara...
Pasaron los días y los dibujos se iban apilando uno tras otro.
Al cabo de dos semanas, tenía incluso una lista con los materiales que necesitaría para construirla y un cronograma en el que había calculado el tiempo que gastaría en la adecuación de mi nueva vivienda. 
Por las noches me sentaba en una silla al lado de la ventana y miraba hacia afuera. La calle oscura, los transeúntes ocasionales que dejaban su sombra embarrada en mi cortina. El reflejo de las luces de un auto. 
No soporto a la gente. Son realmente vulgares. 
Me gusta pensar que estoy sola. Que soy algo así como una heroína que ha caído en un lugar lleno de gente ignorante. Ellos no pueden comprender. Sencillamente no pueden. 
El sábado en la tarde comencé mi tarea. Fuí hasta el jardín y tracé el perímetro con un pedazo de madera sobre la tierra. Fuí a la casa y volví con la pala. Comencé a cavar una zanja sobre la línea que había trazado. Puse luego una hilera de ladrillos en ella. Rellené con cemento. Comencé a levantar la pared. A los cuatro días tenía buena cantidad de ladrillos colocados en su puesto. Levanté la vista un momento. Por encima de la cerca, la mujer que vivía al lado me observaba con curiosidad. Cuando vio que la miraba, saludó: "Buenos días..." Me quedé mirándola un momento. Ella se sintió incómoda, apartó la mirada y siguió su camino. Respiré hondo. "Qué se ha creído esta?" pensé. "Qué falta de respeto!".
Al cabo de tres semanas ya tenía la estructura prácticamente lista. Los vecinos pasaban de Eaqui para allá pero ya no se asomaban ni pretendían entablar conversación. Bastó un mes para terminarla. 
Había quedado perfecta. Ese domingo decidí que era hora de amoblarla. Desarmé la cama y la cargué hasta el nuevo cuarto. La oscuridad era acogedora. No tenía ventanas, por supuesto. ¿Para qué? No había nada que ver afuera. 
Esa tarde fuí de compras. Paseé por el supermercado llenando el carrito con cuanta lata y conserva encontraba. También compré una buena cantidad de jabón, shampoo, pasta dental, toallas higiénicas...
Todo lo que se me ocurría que podría necesitar una vez estuviera instalada en mi cuarto. Cuando intentaba decidir cuantas latas de arvejas y zanahorias con habichuelas comprar, apareció la bruta preguntona al otro lado del pasillo. Traía su sonrisa estúpida pintada en la cara. Como si yo no supiera que era una hipócrita descarada. 
"Cómo está?" preguntó.
"Y a usted qué le importa, estúpida? le espeté en la cara. 
La sonrisa se le congeló en la cara y corrió por el pasillo hasta perderse. 
"El que rie de último rie mejor", pensé. 
Cuando tenía todo listo para mudarme, recogí toda la ropa que tenía en mi antigua habitación y la guardé en una bolsa. No necesitaba maleta. Iba a moverme exactamente 12 metros. 
Caminé hasta la puerta de mi nuevo hogar. Sentí el calor del sol de la tarde en la nuca. Nunca me gustó el sol. Abrí la puerta y entré. Dejé la bolsa en el piso y busqué la llave en mi bolsillo para asegurar la puerta. 
Cuando levanté la vista, no pude dejar de notar una sombra en el árbol de la casa de enfrente. Era un niño. De unos 12 años. Estaba sentado a horcajadas en la rama más alta del árbol y me observaba con curiosidad. Sin dejar de mirarlo, cerré la puerta. Luego le di tres vueltas a la llave.

viernes, 25 de junio de 2010

Parte 1.

La carta

Hace poco, viajaba en el bus abarrotado de gente. La mitad de ellos miraba por la ventana. No tenía mas que hacer sino esperar, entre los empujones y el aliento de los vecinos en la nuca. Llovía. El frío se colaba por las ventanillas que algunos pasajeros habían dejado abiertas para poder respirar, pues a pesar de los ventiladores del techo, el aire se podía palpar con los dedos. La ventanas del bus estaban completamente empañadas. Salvo algunos sitios en los que los pasajeros habían restregado con su mano el vidrio, el exterior consistía en una masa amorfa de sombras y luces.
Hacía más de quince minutos que pensaba en que iba a llegar tarde al trabajo, además de que seguramente se mojaría al correr de la estación a la entrada del edificio, cuando se dio cuenta de que un extraño lo miraba. Generalmente, en ocasiones como esta, no se daba por enterado y miraba hacia otro lado. Esta vez le llamó la atención la expresión del rostro del individuo. Su rostro alargado y cetrino no inspiraba a primera vista ninguna confianza. Sin embargo, las cejas espesas y los ojos juntos, que formaban entre ellos una gran arruga vertical, lo miraban intensamente; como cuando se desea comunicar algo y no es imposible expresarlo con palabras.
Comenzó a sentirse incómodo. El hombre, de unos 50 años no dejaba de mirarlo. Vestía un gabán largo café oscuro y un buzo negro. Llevaba un maletín de ejecutivo. Sus hombros estaban mojados por la lluvia.
Alberto se corrió un poco a la izquierda, todo lo que el espacio entre las personas del bus se lo permitía. La correa de la maleta que llevaba se le enganchó en el saco de lana de una señora que en ese momento se abría paso para bajar. La señora halaba pero no se había dado cuenta de lo que sucedía. Alberto desenganchó el saco. El bus llegó a la estación y ella bajó rápidamente. La lluvia se colaba por el espacio que se abría entre el bus y el techo. El individuo del gabán se encontraba más cerca de la primera puerta del bus y bajó también.
El conductor del bus cerró las puertas y el bus arrancó. Alberto intentó ver por la ventana hacia dónde se dirigía el hombre. Se inclinó sobre los pasajeros sentados y limpió con su manga el vidrio. El hombre había desaparecido. No pudo verlo entre la gente que caminaba por la estación; como si se hubiera esfumado en el aire.
Alberto no le dio más importancia al incidente. Cuando llegó a la Universidad ya no se acordaba de lo que había sucedido. Bajó en la parada correspondiente, saludó al vigilante y entró por el portón, junto con una docena de estudiantes. Estuvo ocupado durante todo el día.
Cuando llegó a casa en la tarde, una sensación de alivio le recorrió los brazos y la espalda. Cuando abrió la puerta, el aire quieto de la sala le dio la impresión de que lo recibía con una sensación acogedora. Se quitó el abrigo, dejó a un lado los papeles y la maleta y se dirigió a la cocina. En la mañana había dejado unas sobras del día anterior en la nevera. Las puso en un plato y las metió al horno. No reparó en la carta que estaba en la mesa del comedor, hasta que puso la taza de té caliente y la comida encima. Se quedó mirándola, incrédulo.
Al comienzo no comprendía de qué manera pudo haber llegado la carta allí. Nadie tenía llave de su apartamento. Alarmado, miro a su alrededor. No faltaba nada. No había nada fuera su sitio.
Volvió a mirar la carta, esta vez con más cuidado. No tendía remitente. En el frente del sobre estaba escrito a mano, con pluma tinta probablemente, su nombre completo: "Señor Alberto E.", en letra cursiva. El sobre no tenía nada de extraordinarioy no tenía matasellos.
Alberto abrió nerviosamente el sobre. Este contenía dos hojas de papel: en el primero estaba escrito un mensaje que decía:

Santafé de Bogotá, Noviembre 7 de 2010

Señor
Alberto E.

Muy estimado señor:

Durante el curso del presente año, hemos venido haciendo una serie de estudios de población, con el ánimo de seleccionar un reducido grupo de personas con habilidades y caracterísiticas especiales, que participarán en una convocatoria de trabajo en investigación.

Usted ha sido seleccionado.

Próximamente le comunicaremos la hora y el lugar de la cita para su primera entrevista.
Agradecemos la atención prestada a la presente.

Agencia O. H. F.
Recursos y divulgación.

Alberto sintió un escalofrío. La situación era muy sospechosa. Nunca había aplicado para un puesto de investigación; él era un simple profesor de cátedra universitaria. No tenía títulos ostentosos, ni amigos influyentes. Repasó mentalmente la lista de conocidos y amigos y no pudo llegar a ninguna conclusión que aclarara el contenido de la misiva.
En ese momento, se acordó del hombre que lo miraba en el bus. Ambas situaciones eran extrañas y había algo en ellas que Alberto no podía explicar. Bebió un sorbo de té, se sentó y se dispuso a examinar la hoja que acompañaba a la carta. En ella había dos fotografías de Alberto. La primera, correspondía a la foto de su propia cédula de ciudadanía. La otra se encontraba en la parte de abajo de la página y parecía haber sido tomada con una cámara digital o un teléfono celular. Se veía la entrada de la estación de buses a la que acudía a diario, y al propio Alberto, con el abrigo y el vestido que llevaba ese mismo día, haciendo cola para comprar el billete de bus.
En ese instante sí se puso realmente nervioso.
¿Qué era lo que estaba sucediendo? ¿Lo estaban siguiendo? ¿La carta sería una amenaza?
Hay que reconocer que en la situación que se vivía en el país en el que habitaba Alberto, esa era una posibilidad. La seguridad de las personas se había visto amenazada en más de una ocasión. Los hechos de violencia eran cotidianos en la prensa y en los noticieros.
Pero él era un personaje absolutamente anodino; no tenía influencias, ni había participado nunca de conversaciones, reuniones, eventos públicos, ni nada que lo pudiera vincular con alguno de los entes de poder. No comprendía qué era lo que estaba pasando.

Después de darle vueltas al asunto durante un rato y de no poder darse a sí mismo una explicación esclarecedora, cansado y con hambre, resolvió hacer lo que muchos de nosotros no nos atrevemos a confesar que haríamos en una situación así y sin embargo es más común de lo que pensamos; se dijo a sí mismo que probablemente todo era un error, que no había realmente nada de extraordinario en todo aquello y por lo tanto, lo mejor era no hacer nada.

Dejó la carta sobre la mesa, abrió el periódico del día y terminó su cena.


martes, 22 de junio de 2010

Pierre Bonnard "L´Amandier en fleur", 1947, óleo sobre lienzo

Junio 22, 2010

Hace mucho tiempo que no tienen una conversación. Su madre es como una gran cortina, oscura y pesada. Por más que intenta traspasarla, no puede.
Cuando era una niña solía oír lo que decía como si fuera la última verdad del universo. Pero ahora todo es distinto. Está vieja y se le olvidan las cosas. Ahora, sorprendentemente, es la madre la que depende de la hija. No se atrevería a decírselo a nadie, pero ahora se siente más segura de sí misma. Ahora sabe que ha trabajado, que ha hecho todo lo que le era posible. Que no había muchas opciones y que optó por las que consideró correctas. Ahora que la ve débil, quebrantada y sola, sabe. Es paradójico. Nunca tuvo una relación armoniosa con ella. No puede decir que la quiere. Es su madre; sin embargo no hay espacio para el cariño. Es una verdad dolorosa.
La casa en la que creció le parece un lugar abandonado. En ella, apenas si puede recordar a su padre, muerto hace tanto tiempo. La casa y su madre son una misma cosa. Es como si se hubiera cosido con hilo y aguja a ella. Ya no la abandonará.
Un día de llovizna fue a verla. Estaba sentada en el salón mirando por la ventana. El recibimiento habitual. La confirmación de que no necesitaba nada del supermercado. La calle inhóspita, llena de autos mal estacionados, oficinistas, hombres y mujeres de negocios. La madre miraba por la ventana, viendo y no viendo. O más bien viendo sin pensar. Ella no sabe qué piensa y al mismo tiempo se pregunta si será mejor no saber. Es una lástima.
La conversación transcurrió a empellones, en medio de silencios y de fórmulas acordadas. Finalmente se rindió y se dispuso a irse. Al volver la vista la vio en la puerta, tan pequeña, tan blanca la cabeza.